domingo, 17 de enero de 2010

El Aventurero Húngaro

Hubo una vez un aventurero húngaro de sorprendente apostura, infalible
encanto y gracia, dotes de consumado actor, culto, conocedor de muchos idiomas
y aristocrático de aspecto. En realidad, era un genio de la intriga, del arte de
librarse de las dificultades, de la ciencia de entrar y salir discretamente de todos
los países.
Viajaba como un gran señor, con quince baúles que contenían la ropa más
distinguida, y con dos grandes perros daneses. La autoridad que de él irradiaba
le había valido el sobrenombre del Barón. Al Barón se le veía en los hoteles más
lujosos, en los balnearios y en las carreras de caballos, en viajes alrededor del
mundo, en excursiones a Egipto y en expediciones al desierto y Africa.
En todas partes se convertía en el centro de atracción de las mujeres. Al
igual que los actores más versátiles, pasaba de un papel a otro a fin de complacer
el gusto de cada una de aquéllas. Era el bailarín más elegante, el compañero de
mesa más vivaz y el más decadente de los conversadores en los téte-á-tétes; sabía
tripular una embarcación, montar a caballo y conducir automóviles. Conocía
todas las ciudades como si hubiera vivido en ellas toda su vida. Conocía también
a todo el mundo en sociedad. Era indispensable.
Cuando necesitaba dinero, se casaba con una mujer rica, la saqueaba y se
marchaba a otro país. Las más de las veces, las mujeres no se rebelaban ni daban
parte a la policía. Las pocas semanas o meses que habían gozado de él como
marido les dejaban una sensación que pesaba más en su ánimo que el golpe de la
pérdida de su dinero. Por un momento, habían sabido lo que era vivir por todo lo
alto, lo que era volar por encima de las cabezas de los mediocres.
Las levantaba tan alto, las sumía de tal manera en el vertiginoso torbellino
de sus encantos, que su partida tenía algo de vuelo. Parecía casi natural: ninguna
compañera podía seguir su elevado vuelo de águila.
El libre e inasible aventurero, brincando así de rama en rama dorada, a
punto estuvo de caer en una trampa, una trampa de amor humano, cuando, una
noche, conoció a la danzarina brasileña Anita en un teatro peruano. Sus ojos
rasgados no se cerraban como los ojos de otras mujeres, sino que, al igual que en
los de los tigres, pumas y leopardos, los párpados se encontraban perezosa y
lentamente. Parecían cosidos ligeramente el uno al otro por la parte de la nariz,
porque eran estrechos y dejaban caer una mirada lasciva y oblicua, de mujer que
no quiere ver lo que le hacen a su cuerpo. Todo esto le confería un aspecto de
estar hecha para el amor que excitó al Barón en cuanto la conoció.
Cuando se metió entre bastidores para verla, ella estaba vistiéndose,
rodeada de gran profusión de flores, y, para deleite de sus admiradores, que se
sentaban a su alrededor, se daba carmín en el sexo con su lápiz labial, sin
permitir que ningún hombre hiciera el menor gesto en dirección a ella.
Cuando el Barón entró, la bailarina se limitó a levantar la cabeza y sonreírle.
Tenía un pie sobre una mesita, su complicado vestido brasileño estaba subido, y
con sus enjoyadas manos se dedicaba de nuevo a aplicar carmín a su sexo,
riéndose a carcajadas de la excitación de los hombres en su derredor.
Su sexo era como una gigantesca flor de invernadero, más ancho que
ninguno de cuantos había visto el Barón; con el vello abundante y rizado, negro y
lustroso. Estaba pintándose aquellos labios como si fueran los de una boca, tan
minuciosamente que acabaron pareciendo camelias de color rojo sangre,
abiertas a la fuerza y mostrando el cerrado capullo interior, el núcleo más pálido
y de piel más suave de la flor.
El Barón no logró convencerla para que cenaran juntos. La aparición de la
bailarina en el escenario no era más que el preludio de su actuación en el teatro.
Seguía luego la representación que le había valido fama en toda Sudamérica: los
palcos, profundos, obscuros y con la cortina medio corrida se llenaban de
hombres de la alta sociedad de todo el mundo. A las mujeres no se las llevaba a
presenciar aquel espectáculo
Se había vestido de nuevo, con el traje de complicado can-can que llevaba
en escena para sus canciones brasileñas, pero sin chal. El traje carecía de
tirantes, y sus turgentes y abundantes senos, comprimidos por la estrechez del
entallado, emergían ofreciéndose a la vista casi por entero.
Así ataviada, mientras el resto de la representación continuaba, hacía su
ronda por los palcos. Allí, a petición, se arrodillaba ante un hombre, le desabrochaba
los pantalones, tomaba su pene entre sus enjoyadas manos y, con una
limpieza en el tacto, una pericia y una sutileza que pocas mujeres habían
conseguido desarrollar, succionaba hasta que el hombre quedaba satisfecho. Sus
dos manos se mostraban tan activas como su boca.
La excitación casi privaba de sentido a los hombres. La elasticidad de sus
manos; la variedad de ritmos; del cambio de presión sobre el pene en toda su
longitud, al contacto más ligero en el extremo; de las más firmes caricias en todas
sus partes al más sutil enmarañamiento del vello, y todo ello a cargo de una mujer
excepcionalmente bella y voluptuosa, mientras la atención del público se dirigía
al escenario. La visión del miembro introduciéndose en su magnífica boca, entre
sus dientes relampagueantes, mientras sus senos se levantaban, proporcionaba a
los hombres un placer por el que pagaban con generosidad.
La presencia de Anita en el escenario les preparaba para su aparición en los
palcos. Les provocaba con la boca, los ojos y los pechos. Y para satisfacerlos
junto a la música, las luces y el canto en la obscuridad, en el palco de cortina
semicorrida por encima del público, se daba esta forma de entretenimiento
excepcional.
El Barón estuvo a punto de enamorarse de Anita, y permaneció junto a ella
más tiempo que con ninguna otra mujer. Ella se enamoró de él y le dio dos hijos.
Pero a los pocos años él se marchó. La costumbre estaba demasiado
arraigada; la costumbre de la libertad y del cambio.
Viajó a Roma y tomó una suite en el Grand Hotel. Resultó que esa suite era
contigua a la del embajador español, que se alojaba allí con su esposa y sus dos
hijas. El Barón les encantó. La embajadora lo admiraba. Se hicieron tan amigos y
se mostraba tan cariñoso con las niñas, que no sabían cómo entretenerse en aquel
hotel, que pronto las dos adquirieron la costumbre de acudir, en cuanto se
levantaban por la mañana, a visitar al Barón y despertarlo entre risas y bromas
que no les estaban permitidas con sus padres, más severos.
Una de las niñas tenía alrededor de diez años, y la otra doce. Ambas eran
hermosas, con grandes ojos negros aterciopelados, largas cabelleras sedosas y
piel dorada. Llevaban vestidos cortos y calcetines blancos también cortos.
Profiriendo chillidos, corrían al dormitorio del Barón y se echaban en la gran
cama. El quería jugar con ellas, acariciarlas.
Como muchos hombres, el Barón se despertaba siempre con el pene
particularmente sensible. En efecto, se hallaba muy vulnerable. No tuvo tiempo
de levantarse y calmar su estado orinando. Antes de que pudiera hacerlo, las dos
niñas echaron a correr por el brillante pavimento y se le lanzaron encima, encima
de su prominente pene, oculto en cierta medida por la gran colcha azul.
Las chiquillas no se dieron cuenta de que se les habían subido las faldas, ni
de que sus delgadas piernas de bailarinas se habían enredado entre sí y habían
caído sobre el miembro del Barón, tieso bajo la colcha. Riéndose, se le subieron
encima, se sentaron a horcajadas como si fuera un caballo, presionando hacia
abajo, urgiéndole, con sus cuerpos, a que imprimiera movimientos a la cama. En
medio de todo ello, quisieron besarle, tirarle del pelo y mantener con él
conversaciones infantiles. La delicia del Barón al ser tratado así creció hasta
convertirse en un agudísimo suspense.
Una de las chicas yacía boca abajo, y todo lo que el Barón tenía que hacer
para procurarse placer era moverse un poco contra ella. Lo hizo como jugando,
como si pretendiera empujarla fuera de la cama.
–Seguro que te caes si te empujo así. –No me caeré –replicó la niña,
agarrándose a él a través de las cobijas, mientras él se movía como si fuera a
hacerla rodar.
Riendo, la impulsó hacia arriba, pero ella permanecía apretada, frotando
contra él sus piernecitas, sus braguitas y todo lo demás, en su esfuerzo por no
deslizarse fuera. El seguía con sus movimientos mientras se reían. Entonces, la
segunda niña, deseando culminar el juego, se sentó a horcajadas frente a su
hermana, y el Barón pudo moverse con más fuerza, pretextando que tenía que
soportar el peso de ambas. Su miembro, oculto bajo la gruesa colcha, se levantó
más y más entre las piernecitas, y así fue como alcanzó el orgasmo, de una
intensidad que raras veces había conocido, rindiéndose en la batalla que las
chicas acababan de ganar de una forma que jamás sospecharían.
En otra ocasión, cuando acudieron a jugar con él, ocultó las manos bajo la
colcha. Después, levantó la ropa con el dedo índice y las desafió a que se lo
agarraran. Con gran entusiasmo, empezaron la caza del dedo, que desaparecía y
reaparecía en distintas partes de la cama, cogiéndolo firmemente. Al cabo de un
momento, no era el dedo, sino el pene lo que tomaban una y otra vez; tratando de
liberarlo, el Barón lograba que lo agarraran cada vez con más fuerza.
Desaparecía por entero bajo las cobijas, lo cogía con la mano y lo impulsaba
hacia arriba para que se lo volvieran a coger.
Fingió ser un animal que pretendía agarrarlas y morderlas, y en ocasiones
lo lograba muy cerca de donde se proponía hacerlo, con gran placer por parte de
las chicas. También jugaron al escondite. El "animal" tenía que saltar sobre ellas
desde algún rincón oculto. Se escondió en el armario y se cubrió con ropa. Una
de las niñas abrió, y él pudo mirarla por debajo de su vestido. La agarró y la
mordió, jugueteando, en los muslos.
Tan acalorados eran los juegos, tanta la confusión de la batalla y el
abandono de las chiquillas, que muy a menudo la mano del Barón iba a parar a los
lugares que él quería.
Con el tiempo, el Barón se mudó, una vez más, pero sus elevados saltos de
trapecio de fortuna en fortuna se deterioraron cuando sus demandas sexuales se
hicieron más poderosas que las de dinero y poder. Parecía como si la fuerza de su
deseo de mujeres ya no estuviera bajo su control. Estaba ansioso por
desembarazarse de sus esposas, a fin de proseguir su búsqueda de sensaciones a
través del mundo.
Un día se enteró de que la bailarina brasileña a la que amó había muerto a
causa de una sobredosis de opio. Sus dos hijas, que tenían quince y dieciséis años
respectivamente, deseaban que su padre se hiciera cargo de ellas. El Barón envió
en su busca. Por entonces vivía en Nueva York, con una esposa de la que había
tenido un hijo. La mujer no era feliz ante la idea de la llegada de las hijas de su
rival. Sentía celos por su hijo, que sólo contaba catorce años. Después de todas
sus expediciones, el Barón aspiraba ahora a un hogar y a un descanso de sus
apuros y de. sus ostentaciones. Tenía una mujer que más bien le gustaba y tres
hijos. La idea de reunirse con sus niñas le seducía. Las recibió con grandes
demostraciones de afecto. Una era hermosa; la otra menos, pero también atractiva.
Habían sido testigos de la vida de su madre, y no tenían nada de reprimidas ni
de mojigatas.
La apostura de su padre las impresionó. El, por su parte, recordó sus juegos
con las dos chiquillas en Roma; sólo que sus hijas eran un poco mayores, lo que
añadía gran atractivo a la situación.
Les asignaron una ancha cama, y más tarde, cuando aún estaban hablando
del viaje y del reencuentro con su padre, él entró en la habitación para darles las
buenas noches. Se tendió a su lado y las besó. Ellas le devolvieron sus besos.
Pero cuando volvió a besarlas, deslizó las manos a lo largo de sus cuerpos, que
pudo sentir a través de los camisones.
Las caricias les gustaron.
–Qué guapas sois las dos –dijo–. Estoy muy orgulloso de vosotras. No puedo
dejaros dormir solas; ¡hacía tanto tiempo que no os veíal
Sujetándolas paternalmente, con sus cabezas sobre el pecho, acariciándolas
con gesto protector, dejó que se durmieran, una a cada lado. Sus jóvenes
cuerpos, con sus pechitos apenas formados, le turbaron tanto que no pudo
conciliar el sueño. Las acarició alternativamente, con movimientos gatunos para
no molestarlas, pero al cabo de un momento su deseo se hizo tan violento, que
despertó a una y empezó a forcejear con ella. La otra tampoco escapó. Resistieron
y se lamentaron un poco, pero habían visto muchas cosas a lo largo de su vida
junto a su madre, así que no se rebelaron.
Ahora bien, aquél no fue un caso vulgar de incesto, pues la furia sexual del
Barón aumentó paulatinamente hasta convertirse en una obsesión. La satisfacción
no le liberaba ni le calmaba. Era como un prurito. Después de acostarse con sus
hijas poseía a su mujer.
Temía que las niñas le abandonaran y huyeran, de modo que las espiaba y,
prácticamente, las tenía presas.
Su esposa lo descubrió y organizó violentas escenas, pero el Barón estaba
como loco. Ya no cuidaba su forma de vestir, su elegancia, sus aventuras ni su
fortuna. Permanecía en casa y sólo pensaba en el momento en que podría tomar
juntas a sus hijas. Les había enseñado todas las caricias imaginables. Aprendieron
a besarse en presencia de su padre, hasta que se excitaba lo bastante y las poseía.
Pero su obsesión y sus excesos empezaron a pesar sobre él, y su esposa le
abandonó.
Una noche, después de haberse despedido de sus hijas, erraba por el
apartamento, presa aún del deseo, de fiebres eróticas y de fantasías. Había dejado
a las chicas exhaustas, por lo que cayeron dormidas. Y ahora el deseo lo
atormentaba de nuevo.
Cegado por él, abrió la puerta de la habitación de su hijo, que dormía
tranquilamente boca arriba, con los labios entreabiertos. El Barón lo miró,
fascinado. Su endurecido miembro continuaba atormentándolo. Tomó un taburete
y lo colocó cerca del lecho. Se arrodilló en él e introdujo el pene en la boca de su
hijo. Este despertó, sofocado, y golpeó al Barón. También las muchachas
despertaron.
La rebelión contra la insensatez paterna estalló, y abandonaron al ahora
frenético y envejecido Barón.

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